“¿Es posible que un jugador se identifique con una camiseta que es un
catálogo de ventas?” ―Juan Villoro, Balón dividido
En
las playas de Guerrero, en las miles de canchas de futbol llanero de Iztapalapa
y en las calles de todo el país, hay niños, niñas y adolescentes que juegan el
deporte que menos accesorios necesita y que lo pueden jugar todas y todos. Ya
sea en torneos organizados con árbitros, en competencias de barrio, en la calle
o en juegos espontáneos, el deporte y la recreación forman una parte muy
importante de la infancia y de la juventud de nuestro país.
Aunque
esta es una estampa ideal, las cosas han cambiado. Las calles están cada vez
más vacías, no hay tiempo, no es seguro o simplemente ya no se sabe patear el
balón. Además, la televisión nos muestra un futbol de elite, corrupto, que
tiene a las y los jugadores en calidad de esclavos de los dueños de los
equipos, al mismo tiempo de ser racista, misógino y sexista.
Ante
este obscuro panorama, ¿Existe otro futbol? ¿Es posible cambiar las reglas del juego? Nosotros, los que
escribimos estas letras, pensamos que sí, un futbol rebelde, que un futbol
incluyente, que un futbol comunitario y justo es posible: Aquí tres postales
para explicarlo.
El
futbol rebelde
El
15 de marzo de 1999, se jugó uno de los partidos de futbol más rebeldes de
nuestra historia contemporánea: la selección de estrellas del EZLN[4] capitaneada por el Comandante Tacho
contra los exseleccionados nacionales de futbol encabezados por Javier
Aguirre, El Vasco.
El duelo se llevó a cabo en el estadio “Jesús Palillo Martínez” de la Ciudad
Deportiva, en pleno barrio bravo de la Magdalena Mixhuca, Distrito Federal.
El
Ejercito Zapatista se encontraba en la ciudad, en el marco de la realización de
una nueva consulta a la sociedad civil, relativa a los Derechos de los Pueblos
Indígenas, luego del incumplimiento de los Acuerdos de San Andrés, firmados el
16 de febrero de 1996. Dicha movilización incluyó a cinco mil brigadistas
indígenas, la mitad hombres y la mitad mujeres, milicianos y bases zapatistas,
que se movilizaron por todo el país.
Para
el enfrentamiento, El Vasco Aguirre,
convocó a amigos y cuates para formar su propia selección. Acudieron
solidariamente al llamado, los hermanos Armando y Agustín Manzo; Luis Flores;
Raúl Servín y Rafael Amador, entre otros, quienes vistieron un uniforme azul
plumbago, con vistosas franjas diagonales al frente, blancas y amarillas.
Después
de cantados los himnos, el Zapatista y el Himno Nacional mexicano, a punto de
iniciar el encuentro, el árbitro central detuvo el pitazo, llamando a los
capitanes: el partido no iba a poder celebrarse, no por la abismal diferencia
de complexión y estatura entre los contendientes, ni tampoco por el hecho de
que los zapatistas —como era de esperarse— se negaron a jugar sin pasamontañas;
sino por un pequeño detalle: los jugadores del EZLN portaban sus tradicionales
botas militares, en vez de los clásicos tenis con tacos.
Se
voceó por el sonido local el problemita y surgió, claro, la solidaridad del
pueblo mexicano: en 20 minutos se habían juntado una treintena de pares de
zapatos de futbol, mismos que los cracks zapatistas
se probaron y se colocaron los que mejor les quedaban.
Superado
el obstáculo, comenzó el partido. Con el sol a plomo, los zapatistas sudaban a
chorros bajo el infame pasamontañas. Pero eso no mermó su entusiasmo. La
diferencia de complexión y estatura fue superada por la agilidad y la astucia
de practicar en la selva chiapaneca. Así que, contra todo pronóstico, el
resultado final no fue tan desigual como hubiera sido de esperarse: 3 goles
para las estrellas zapatistas y 5 para los exjugadores profesionales.
En
entrevista dada al final del encuentro, el director técnico zapatista
—subcomandante Marcos— declaró escuetamente “En realidad no perdimos… sólo nos
faltó tiempo para ganar”.
Existe
un futbol rebelde, ese que busca la justicia histórica y la paz con dignidad,
para las comunidades indígenas y campesinas de nuestro país.
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